Historia de cien años de música en el cine (IV)
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4. Primeros compositores europeos
En Europa, el cine sonoro alcanza por primera vez la belleza con el realismo poético francés. De ahí que no sólo sea lícito, sino también de obligado rigor, empezar la nómina de los primeros músicos europeos de la gran pantalla con Maurice Jaubert. Hombre de vida breve, de obra más prematuramente cortada que la de Victor Young, pero también de gran trascendencia en la historia de la banda sonora.
A estas alturas de nuestro relato ya habrá comprendido el lector que la precocidad musical es inherente al compositor. Puede que Jaubert no lo fuera tanto como alguno de sus colegas y predecesores estadounidenses, que en ocasiones llegó igualar en virtuosismo temprano al mismísimo Mozart. Pero la historia nos dice que el francés sólo tenía dieciséis años cuando obtuvo el primer premio de piano en el conservatorio de esa Niza que le vio nacer en 1900. Ya en 1923, después de haberse hecho abogado y cumplido con sus obligaciones militares, obtiene sus primeros aplausos como compositor de piezas para piano y música de cámara. Junto a sus amigos Maurice Ravel y Arthur Honegger es considerado el renovador de la escena musical francesa.
El cine se cruzó en su camino en 1926, ¡con Jean Renoir ni más ni menos!, quien le encargó la música que acompañaba a la proyección de Nana, el primer gran éxito del cineasta. A partir de entonces, Jaubert comenzó a interesarse más por la pantalla que por las salas de conciertos. Puede que ése fuera el motivo de que su música se tornara más popular. Pero también puede que lo fuera la creciente inclinación política del compositor.
Ya andando en el sonoro, tras algunos trabajos en Alemania, colabora con el gran Jean Vigo, el Rimbaud del cine, en Cero en conducta (1932). La cinta resulta ser la más bella exaltación de una revuelta colegial. Pero, como el buen entendedor sabe ver, tras esa rebelión en el internado, bellamente acompañada por la música de Jaubert, se invita a la subversión a todos los niveles. Ni que decir tiene Cero en conducta se retira de la circulación tras sus primeras proyecciones y permanecerá prohibida hasta 1945, cuando ya hayan muerto Jaubert y Vigo.
Pero antes de que se los lleve La Parca, en 1934, el músico y el realizador vuelven a trabajar juntos en L'Atlante. La película, a la que sólo el tiempo hará justicia otorgándole ese lugar que merece entre las mejores de toda la historia del cine, se estrena con Vigo recién fallecido y es brutalmente mutilada por sus productores, con lo que también lo será la música de Jaubert. Cabe por tanto registrar ciertas analogías entre las suertes de Welles y Hermann en El cuarto mandamiento y las de Vigo y Jaubert en L'Atlante. Más aún, la injuria que se perpetra a Jaubert es todavía más sangrante. Cuando la distribuidora se asusta ante el fracaso económico de la película, arrambla con el montaje que tuvo tiempo de supervisar Vigo, encarga uno nuevo a uno de sus mandados y reestrena L'Atlante con el título de Le chaland qui passe, una canción de C. A. Bixio y A. De Badet que a la sazón hacía furor en Francia, que por cierto asistía a una edad dorada de su canción.
Ciertamente, L'Atlante está ambientada en una de esas barcazas que surcan el Sena. Pero también es seguro que a Jaubert no debió de hacerle mucha gracia que dieran a la película el título de una canción que él no había escrito, que además se incluyó en una secuencia en que Juliette (Dita Parlo), despechada con Jean (Jean Dasté), abandona L'Atlante -como se llama la barcaza en la que habitan junto al patrón Jules (Michel Simon)- y se pierde por París hasta dar con un fascinante salón donde pueden escucharse las canciones de moda mediante distintos auriculares.
Es probable que Jaubert, como el gran Vigo, fuera más poético que realista. Lo que sí es cierto es que casi simultáneamente a su colaboración con Vigo, Jaubert inicia otra con René Clair, quien en aquel momento y sólo fugazmente, es uno de realizadores que pueden adscribirse al realismo poético francés. Para Clair escribirá la banda sonora de Quatorze Juillet (1933). Ambientada en la fiesta nacional gala, ni que decir tiene la raigambre popular de las melodías que concibe para ella.
Tras una nueva colaboración con Clair en El último millonario (1934), ya convertido en el músico por antonomasia de la pantalla francesa, con incursiones en la alemana y la inglesa y sin que ello le impida escribir canciones tan populares como Chanson de la sirene rousse, Chanson du pilote o J' adore humblement les actes du Trés-Haut, llega Un carnet de bal (1937). Siendo aquella delicia de Julilien Duvivier la evocación de la suerte de los distintos pretendientes, cuyos nombres figuran en un antiguo carné de baile que encuentra al cabo de las décadas una mujer, las posibilidades que el asunto ofrece a los lirismos de sus melodías son sobresalientes.
Al igual que tantos otros integrantes de la plana mayor del realismo poético, Jaubert es un hombre comprometido con el Frente Popular francés y firma cuantos manifiestos son menester a favor de su homologo español. En efecto, es todo un antifascista. Pero la música y el cine están por encima de esa abominación a la que llamamos política, que en aquellos días se disponía a poner en marcha el mayor baño de sangre que registra la historia de la humanidad. En cualquier caso, no compete a estás piezas.
Nuestra competencia es ponderar debidamente el trabajo de Jaubert en Drôle de drame (1937), una insólita comedia de Marcel Carné, dada su ambientación en el Londres victoriano. La simbiosis entre músico y cineasta es sublime a partir de Muelle de la brumas (1938). Alcanzada la perfección, se prolongará en Hotel du Nord -también del 38- y Le jour se léve (1939). He aquí los tres filmes que integran la trilogía presidencial del realismo poético y Jaubert, como nadie duda, es una de sus piezas fundamentales. Son tres cintas, conmovedoras y hermosas, cuyo pesimismo presagia la inminente carnicería que se cierne sobre Europa y Asia. Como L'Atlante, cuentan entre lo mejor de la historia del cine.
Declarada la guerra, el compositor es movilizado. El capitán Maurice Jaubert muere en 1940, defendiendo Francia de ese fascismo contra el que tanto clamó, al ser ametrallado por el ejército alemán. Aunque su obra es cortada más prematuramente que la de Victor Young -de cuajo, cumple apuntar-, ejercerá una gran influencia en el cine francés. Al cabo de los años, las partituras que dejó inéditas, cuando lo mató el invasor de su país, serán utilizadas por François Truffaut en Diario íntimo de Adela H. (1975) y La habitación verde (1978).
La historia de Joseph Kosma, el otro gran músico de Carné, como la de Rózsa, se remota al Budapest que le vio nacer en 1905 y asistir a la Escuela Superior de Música algunos años después. Instalado en París en 1933, se da a conocer como compositor de obras sinfónicas y de músicas para ballets como Le rendez-vous, Baptiste y L' écuyère.
Pero Kosma no tardó en descubrir que la música escrita para la pantalla tiene su propia entidad y, tras conocer a Jean Wiener, un reputado compositor del primer parlante galo cuyos comienzos se remontan a aquellas músicas que acompañaban las cintas silentes, quien también tenía en su haber la partitura de cintas de la belleza de La bandera (Julien Duvivier, 1935), escribe en colaboración con él la música de El crimen de Monsieur Lange (Jean Renoir, 1935), el filme por antonomasia del Frente Popular francés. Hay que decir por tanto que, como Jaubert, Kosma entró en el cine de la mano de Jean Renoir.
Ya separados, Wiener también llevará a cabo una brillante carrera que se prolongará hasta los años 80. En ella se incluirán más colaboraciones con Renoir -Los bajos fondos (1936)-, pero sobre todo con Jacques Becker -L' or du Cristóbal (1940), Rendez-vous de julliet (1949), No toquéis la pasta (1954)- e incluso el gran Robert Bresson -Al azar, Baltasar (1966), Mouchette (1967)-, por citar sólo a dos de los grandes cineastas franceses con los que colaboró. Wiener fue en gran medida el músico de ese esplendor del cine de aventuras de capa y espada que conoció la pantalla vecina en los años 50. Pero sus bandas sonoras nunca llegaron a ser populares y menos aún míticas. Las de Kosma sí. ¡Vaya que sí!
Ya separados, el húngaro afrancesado escribió para Renoir la música de Jenny y de las hermosísimas Una partida de campo (1936) y La gran ilusión (1937). Antes de que la guerra lleve a Renoir a su exilio estadounidense e interrumpa la producción de Kosma hasta el 43, volverán a trabajar juntos en La Marsellesa y La bestia humana, ambas del 38.
Además de con la vida de Jaubert, la guerra también acaba con el realismo poético. Carné seguirá rodando en la Francia ocupada cintas oníricas, también magistrales, pero en modo alguno molestas para el invasor. Les Visiteurs du soir (1942) y Les Enfants du Paradis (1944) son sus títulos y Kosma es el músico de la primera de ellas, aunque sin acreditar por esas extrañas historias del cine francés en la guerra, que como tan emotivamente nos recuerda Bertrand Tavernier en Salvoconducto (2002) también estuvo ocupado por el invasor alemán.
Pero esa simbiosis entre las notas musicales y las imágenes del realizador, que en la historia de las bandas sonoras se produce tan a menudo, entre Carné y Kosma alcanza su máxima expresión en Las puertas de la noche (1946), cinta en la que el maestro fue a dar cuenta de una triste peripecia acaecida en el alegre París de la liberación. Pese a que en su momento fue un fracaso de público -sólo el paso del tiempo la acabaría por encumbrar- el tema principal de su banda sonora, con una letra de Jacques Prévert -el guionista de la película y el guionista por antonomasia de Carné- se convirtió en Las hojas muertas.
Ya en la voz del protagonista de la cinta, Yves Montand, ya en la de Juliette Grecó, Las hojas muertas fue también la banda sonora de ese existencialismo que animaba la orilla izquierda del Sena. Más aún, con el correr de los años alcanzó ese estatus de clásico del lounge, del hilo musical, en los hoteles y demás establecimientos públicos, el más elevado de los destinos de la banda sonora.
La carrera de Kosma habría de prolongarse hasta el final de sus días, volviendo a colaborar con el Renoir último en delicias de la talla de Elena y los hombres (1956) o La comida sobre la hierba y El testamento del doctor Cordelier, ambas del 59, y El cabo atrapado (1962). Pero Kosma siempre será el de Las hojas muertas, junto a Prevert: «C'est une chanson qui nous ressemble,/ Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais./ Nous vivions tous les deux ensemble,/ Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais./ Mais la vie sépare ceux qui s'aiment,/ Tout doucement sans faire de bruit./ Et la mer efface sur le sable/Les pas des amants désunis»·.
Aunque desde algunos aspectos llegará a ser el más influyente de los tres, los orígenes de Georges Auric, el tercero de los grandes músicos del cine francés de los años 30, tocan más de cerca a la música de las vanguardias que a los de la banda sonora propiamente dicha. Nacido en Lodève, Hérault el último año de la centuria decimonónica, y alumno de Vincent d'Indy, sus primeras noticias nos lo sitúan en el París de 1921 como uno de los autores de la obra conjunta Les Mareéis de la tour Eiffel. Francis Poulenc, Germaine Tailleferre, Louis Durey, Darius Milhaud y Arthur Honegger fueron sus compañeros en aquella aventura a la búsqueda de nuevas formas de expresión musical. Entre todos formaban un sexteto de discípulos de Eric Satie conocido como Los Seis, valga la redundancia. Acaso fuera ese afán de ruptura con los parámetros musicales al uso en las salas de conciertos de la época, que inspiraba a tan celebrada camarilla, el que llevó a Georges Auric a ese interés por el folclor de su país en el que fue pionero. Dicen los expertos que la inclusión de esta inspiración, junto al dramatismo de sus románticas melodías, son una de las principales características de sus composiciones para la pantalla.
Llegado a ella como autor de la banda sonora de la que para muchos es la última película surrealista: La sangre de un poeta (Jean Cocteau, 1930), Auric también compondrá las músicas de ¡Viva la libertad! (1931), la gran aportación de Clair al realismo poético. No obstante hay algo que, ya en la encrucijada de los años 30 -ni queremos ni nos incumbe apuntar el qué- que le separa de ese frentepopulismo canónico a los cineastas franceses de aquel tiempo.
Lo cierto es que Auric es el responsable de las bandas sonoras de cintas tan bellas -pero tan sospechosas de connivencia con el invasor que mató a Jaubert- como la de L'éternel retour (Jean Delanoy, 1946). Aunque escrita por Cocteau, para algunos comentaristas británicos de la posguerra habría de ser una revisión pronazi del mito de Tristán e Isolda. También para Delannoy escribirá la partitura de La symphonie pastorale (1946) y, antes de que acabe el año tendrá tiempo de alumbrar la que puede considerarse su obra maestra: La bella y la bestia, adaptación de la célebre fábula homónima de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont llevada a cabo por Jean Cocteau.
Sin olvidar nunca sus trabajos para Cocteau, con quien colaboró hasta la última película de este polifacético cineasta, Auric cruzó el Canal de la Mancha en 1947 para poner música a Clamor de indignación (Charles Crichton, 1944). Fue la primera de sus bandas sonoras para los estudios Ealing. En los siguientes años escribió muchas partituras de la casa que habría de ser a la comedia cinematográfica inglesa lo que la Hammer al terror: Pasaporte para Pimlico (Henry Cornelius, 1949), Oro en barras (Charles Crichton, 1951) o Los apuros de un pequeño tren, también dirigida por Crichton en el 53, sólo son algunos de aquellos títulos. Como se ve, entre aquellas delicias contaron algunas de las cintas señeras del estudio.
Sin embargo, no cabe duda de que la más popular de cuantas bandas sonoras escribió Auric fue la de Moulin Rouge, un primer acercamiento a la experiencia de Touluse-Lautrec debido al talento de John Huston.
La historia de la música en el cine nos habla de compositores británicos como William Alwyn. Autor de músicas como la de Larga es la noche (Carol Reed, 1947) o Narciso negro (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1947), para el tándem Powell-Pressburger también escribió la banda sonora de Las zapatillas rojas (1949) y para Powell en solitario de la El fotógrafo del pánico (1960). Pero mentiríamos si apuntáramos que alguna de estas melodías fue popular.
Quien sí habría de ser popular -o conocido por los aficionados tal vez sea mejor apuntar- fue el italiano Nino Rota. Aunque suele asociársele a sus trabajos para Fellini, con quien indiscutiblemente alcanzó la perfección, la actividad de este otro puntal de la banda sonora europea se remonta casi veinte años atrás de su primera colaboración con el maestro de Rimini. Sí señor, Treno popolare, una comedia de Raffaello Matarazzo, la primera música para el cine que escribe Nino Rota, data de 1933, en tanto que su primera partitura para Fellini, la de El jeque blanco, está fechada en 1951.
Descendiente de una familia de músicos, Nino Rota, que no Nina como figuraba en algunas copias americanas, nació en Milán en 1911. Para satisfacción de su madre, su profesora de piano, el pequeño Nino ya componía con tan solo ocho años. Ante tan temprano genio, nada más lógico que escribiera su primer oratorio con tan sólo trece primaveras: La infancia de San Giovanni Battista.
Tras ampliar estudios en Filadelfia y trabar amistad con Igor Stravinsky, regresa a Italia, se licencia en literatura en Milán y comienza a dirigir el conservatorio de Bari, cargo que simultaneará con su actividad cinematográfica hasta el fin de sus días.
Es curioso que, mientras los músicos estadounidenses se empeñan en imitar el romanticismo y otras músicas pretéritas de Europa, los compositores europeos dirijan ese mismo esfuerzo en aras del folclore. A decir de los expertos, en el caso de Rota, la inquietud obedece -como en el de Jaubert por otro lado- a la exaltación de lo popular frente al fascismo que encuentra en su país tras regresar de su estancia en Estados Unidos. Lo que en palabras de Carmona se traduce "en ritmos novedosos de alegres y nostálgicas sonoridades folclóricas, marcando para siempre estas melodías como su sello de identidad".
En cualquier caso, los comienzos de Rota en la pantalla, al igual que los de una buena parte del cine italiano posterior a la guerra -no sólo el neorrealismo-, hay que buscarlos en esas comedias inocuas, de teléfono blanco que se llamaban, producidas durante el fascismo. Muy probablemente traba amistad con Fellini cuando ambos trabajan para Alberto Lattuada en Sin piedad (1944), de la que el futuro realizador es guionista.
Una nueva colaboración con Lattuada en Anna (1951) dará lugar a la primera banda sonora en verdad popular de Rota. Pero el músico obtendrá su verdadera expresión, esa simbiosis que hemos dado en llamar, con Fellini. Tras esa primera experiencia en El jeque blanco, la unión se prolongará en todos los títulos del de Rimini. Alcanzará la sintonía perfecta en La strada (1954). Esa triste melodía de Gelsomina (Guilietta Massina), que al escucharla tarareada por otra mujer hará que Zampanò (Anthony Quinn) la recuerde tanto tiempo después de haberla abandonado en esa carretera a la que alude el título, será la pieza que confirme a Rota en el aplauso obtenido por Anna.
Aunque con menos frecuencia que Fellini, Visconti fue otro de los grandes cineastas italianos que tuvo en la bandas sonoras de Rota uno de los pilares de su cine. Contó por primera vez con el compositor milanés en Noches blancas (1957) y volvió a hacerlo en Rocco y sus hermanos (1960) y El Gatopardo (1962). Esa influencia de Verdi latente en Rota encontró en esta célebre adaptación de la novela de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa su mejor vehículo.
El padrino (1972), como El Gatopardo otro drama siciliano próximo a la opera, en esta ocasión dirigido por Francis Ford Coppola, habría de inspirar a Rota otra de sus bandas sonoras más populares. Parece ser que, si en la primera entrega no fue distinguido con la preciada estatuilla, fue debido a que el tema principal era un antiguo fragmento extraído de una composición anterior, la llevada a cabo en Fortunella (Eduardo de Filippo, 1958).
No obstante, el músico obtuvo el Oscar a la Mejor Banda Sonora, "dos años después con El padrino 2ª parte, "cuando una comisión especial decidió que la película podía competir al tener cuarenta minutos de música original y veinticinco de adaptada, lo que no vulneraba las normas de la Academia -sostiene Carmona-. A partir de ese instante, su nombre es reivindicado como uno de los grandes de la música contemporánea, sus colaboraciones con Fellini idealizadas".
Publicado el 14 de junio de 2011 a las 23:45.